Arrivals

El contraste entre el lujoso avión, con sus televisores ofreciendo programación a la carta y videojuegos, menús diseñados por reconocidos chefs, azafatas pendientes hasta de la respiración del pasaje... contrasta con la escena que acontece al salir del aeropuerto de Nueva Delhi: gente hacinada, durmiendo en la calle, un caos circulatorio impropio para altas horas de la noche y un enjambre de taxistas a la caza del turista. El mismo contraste que siente el cuerpo, tras pasar unas horas en Bruselas, a 10 grados, y aterrizar en la capital india a casi 30. La pituitaria se atolondra. Las últimas briznas de aire antes de abandonar el asiento estaban impregnadas por las partículas del perfume que las azafatas esparcían por la aeronave. El repentino cambio, esa suerte de colonia en la que se entremezclan el hedor de las heces con el humo de los coches, cocinados lentamente por el bochorno de la ciudad, que los acentúa, que les confiere mayor intensidad, invade las fosas nasales. El olfato se rinde, se resgina.


La seguridad abandona al recién llegado. Huérfano de decisión, capea las propuestas de cada taxista que se le acerca, alegando cada uno de ellos que poseen el coche que el viajero ha reservado, minutos antes de abandonar el aeropuerto. Finalmente, tras tratar de excusar con sonrisas las negativas con que el turista responde a cada oferta, aparece, casi por casualidad, la matrícula acertada.

El trayecto se asemeja al videojuego de coches que ofertaba el televisor del avión. Las cmarcas divisorias de los carriles se ausentan en las vías indias y los autos avanzan por donde pueden. Las normas circulatorias ceden y el nuevo código se rige por el claxon, cetro que otorga la prioridad en la jungla de asfalto.

El paisaje oscuro se acopla perfectamente al desconcierto e intriga del pasajero. Al pasar por la parte vieja de la megalópolis, se erizan los pelos de sus antebrazos: la gente duerme en la calle, todo el mundo va harapiento, el hedor se torna cada vez más insoportable. El urbanismo parece proyectado a partir de una suerte de barracas que no dan cabida a todos, pues lo que debían ser aceras o arcenes, se convierten en los lechos de los lugareños. Dura cama de cemento y tierra.

Y, al fin, la llegada a destino. El taxista recibe una propina desproporcionada, propia del europeo inexperto que prefiere zanjar con celeridad el trámite a seguir dejando que los minutos se escapen. Al entrar en el campamento tibetano, destino elegido en el que pasar la noche, un camino oscuro conduce hasta el hostal (guest house). Pero de nuevo oscuridad y desconcierto se asocian para arrebatar el más mínimo ápice de decisión que aun pueda contener. Finalmente, no es valor lo que empuja a proseguir la marcha, a pesar de la inseguridad, sino la alternativa posible: permanecer en la calle al amparo de esa estampa que, o bien por desconocida o bien por diferente a lo vivido hasta el momento, tanta inquietud emana. De lo que podría calificarse como "mochila suiza", por disponer, como en el caso de las navajas homónimas, de todo cuanto pueda necesitarse, extrae una linterna. Tras emitir dos destellos, cambia de opinión y decide presicndir de ella. Mejor no ver lo que uno no quiere, prefiriendo por compañera la ignorancia a la visión.

Sin embargo, lo que se adivinaba como un calvario resultan ser apenas 15 metros. Un luminoso advierte la localización del hostal. La fortuna se deja caer, al fin, para que el cansado viajero disponga de habitación libre. No es un lugar lujoso, pero en estas circunstancias 4 paredes y una puerta son un palacio.
Así caen los parpados. El cuerpo sobre un colchón cuyo confort en poco se diferencia del que ofrecen las losas del suelo. Otro viaje, a otro mundo, esta vez mucho más familiar: aquel en el que rige morfeo, donde, como si de un lotófago se tratase, el viajante apea de sus recuerdos su llegada a la gran urbe.

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