Delhi de dia

A menudo la luz y la noche se asemejan a ropajes: un mismo lugar vestido de día, ataviado de luz, es completamente distinto cuando se viste de noche. Tras la llegada a Delhi, el amanecer, el mismo que despertaba al viajero, constituía una nueva indumentaria bajo la que aun no había visto a la ciudad. Las calles oscuras e intrigantes de Maj nuka tila (el campamento tibetano) eran un hervidero de vida desde primeras horas de la mañana. El corto trecho que separaba el hostal de la entrada al campamento, aquel que la noche anterior parecía extraído de una película de terror, mostraba un estampa diametralmente opuesta: los puestos comerciales se amontonaban a un lateral, mientras que en la otra banda bares y tiendas se alternaban en el continuo de la calle.

Aquel día el turista debía ir hasta el centro de la ciudad para encontrar la forma de llegar a Shimla, ciudad al norte de la India en la que iba a encontrarse con una amiga de la infancia. Esta vez, desestimado el taxi, el transporte elegido para moverse por Nueva Delhi fue un rickshaw, una suerte de ciclomotor con tres ruedas que, además de al conductor, podía llevar a 3 pasajeros más (o a una familia de 5 o 6 lugareños, cuya habilidad para encontrar cabida en tan reducidas dimensiones hubiera hecho las delicias de una gala de aquel "¿Qué apostamos?"). El tráfico era bastante ms denso que el de la noche anterior. El conductor esquivaba a los vehículos que por ambos lados lo adelantaban. En la jungla de asfalto avanzaba aquél que veía mas claramente un pequeño hueco y no se lo pensaba dos veces para lanzarse a través de él.

Durante el trayecto, con el olor a gasolina invadiendo el aire que debía respirase, se observaban las aceras llenas de gente. Ciertamente, la tan cacareada superpoblación podía plasmarse en aquella imagen. Cualquier portal, camino, recodo... estaba ocupado por una multitud. Al llegar a al estación de Nueva Delhi, la sensación de agobio debido a la algarabía de un sinfín de transehúntes aumentaba. Tratar de subir unas escaleras o alcanzar unas taquillas eran tareas francamente difíciles y, para el turista desorientado, impactado ante el trajín diario de la megalópolis, constituían una nueva lid que afrontaba de manera resignada. Al pasar por un control de metales, alguien que supuestamente formaba parte de la plantilla de la estación se negó a dejarle acceder a la misma alegando que sin un billete no se podía entrar al recinto. Amablemente le indicó que la oficina de turismo de la estación aun estaba en construcción, por lo que debía dirigirse al centro de la ciudad, a la oficina allí ubicada, para adquirir un pasaje. Acordó un buen precio con el rickshaw de turno para que llevara al extranjero a dicha oficina y se despidió deshaciéndose en afables sonrisas. Lo que parecía un gesto altruista que el viajante había considerado como un golpe de suerte, no era sino el inicio de un timo, moneda de cambio con la que se recibía al visitante que, normalmente, lo percibía todo como una ganga. La oficina no era sino una agencia de viajes. Después de dialogar durante un buen rato con el hombre que la regentaba (un simpático lugarenyo con un Audi Q4 que contrastaba con el resto de vehículos de la ciudad) este desistió de vender un paquete turístico al visitante, pues tan sólo quería un billete de tren. La zona a la que deseaba viajar había sufrido importantes inundaciones, por lo que era imposible llegar hasta allí. Así pues, el turista decidió viajar a la ciudad más próxima a su destino deseado a la que se pudiera acceder que, en este caso, fue Daramsala. Le parecio un precio razonable y se fue encantado del lugar con la satisfacción del deber cumplido.

Delhi estresaba. La ciudad parecía desparramarse sin ningún tipo de organización urbanística. Los edificios se encontraban en un estado ruinoso. A menudo ni siquiera se los veía, pues permanecían ocultos tras una maraña de carteles luminosos y posters publicitarios que aturdían la vista de cualquiera que tratase de encontrar una fachada. Presionados por la publicidad, los edificios habian perdido su posición preminente en las calles de la ciudad india. Y continuaba habiendo gente, cada vez más. Por un lado, el tráfico denso, con el ensordecedor ruido de los cláxones que no cedían ni un segundo de paz. Por otro, riadas humanas, un gentío tumultuoso en plena actividad. Se acercaba alguien a vender sellos. El turista rehusaba. Se acercaba otro a vender postales. Otra negativa. Se acercaba alguien más a vender un ajedrez, alguien a pedir limosna, alguien a ofrecerse de guía... A cada negativa con su correspondiente sonrisa y su cara de circunstancias, la paciencia del paseante iba mermando. Estaba en India de vacaciones, así que decidió volver al campamento tibetano, lugar que le había parecido bastante relajado.

Tras otro de esos cardíacos trayectos en rickshaw, temiendo a cada minuto que el vehículo fuera a chocar, que fuera a quedarse parada semejante tartaja metálica o que llegase un momento en que sus pulmones dejaran del alimentarse del oxígeno para hacerlo del plomo con que la gasolina impregnaba el aire, por fin llego a Maj nuka tila. Una vez allií escogió un pequeño restaurante para comer y, de paso, inicarse en los manjares tibetanos. El primer descubrimiento fueron los momo, una especia de pequeñas porciones de pasta rellenas de vegetales, pollo o ternera, según escogiera. Le parecieron una delicia y, sin saberlo aún, pasarían a conformar la base de su dieta durante el resto del viaje. Por fin, rodeado de tranquilidad y masticando aquellos sabrosos bocados, empezó a sentirse a gusto en aquel lugar, a disfrutar de la estancia, a pensar que el viaje iba a merecer la pena y que los días, al igual que esos momos, contenían en su interior sabores sorprendentes que en su tierra hubieran sido imposibles de descubrir. La cara agradable de Delhi empezó a mostrarse en aquellos momos, en la luz del día, en las acogedoras calles del campamento tibetano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jjjjoooooooo que bonito cielo...casi se em han salido las lagrimas al leerlo
suerte y sigue escribiendo cosas asi..
ma za cielo